miércoles, 12 de marzo de 2014

SALIENDO DEL DESIERTO (parte 1)


Y toda la congregación de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto;  y les decían los hijos de Israel: Ojalá hubiéramos muerto por mano del Señor en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos; pues nos habéis sacado a este desierto  para matar de hambre a toda esta multitud.  Éxodo 16:2 y 3
A primera vista, puede que nos sintamos inclinados a juzgar el sentimiento que los israelitas tenían mientras Dios los llevaba a la tierra prometida. Pero si analizamos bien, veremos que no estamos muy lejos de parecernos a ellos. Si bien estaban hartos de la esclavitud, y cuando Dios promete llevarlos a otro lado, para ser libres, les gusta la proposición,  no estaban preparados para la vida de fe. Cuando uno ha vivido como esclavo durante años, sin derechos, acostumbrado a  la mentalidad de recibir migajas, no se puede ver a sí mismo como una persona victoriosa, o que va a recibir la victoria.

Al principio, en su desesperación, ellos reciben la buena noticia : se irán para siempre de la esclavitud, qué genial. Están deseosos de salir del maltrato, del menosprecio, del duro trabajo, de ser tratados como ciudadanos de segunda, y empezar a ser protagonistas de la nueva historia que Dios preparó para ellos. Pero cuando el camino se hace largo, cuando no se ve más que arena y arena por delante, se olvidan de lo que Dios les prometió, y solo pueden aferrarse a lo que ya conocían.

 ¿Te suena familiar? Lo conocido, por más malo que sea, es un terreno que, de alguna manera, podemos manejar. Las promesas de lo bueno que vendrá, son cosas que no hemos visto, como dice el Señor “cosas que ojo no vió, ni oído oyó”, y entonces, cuando estás cansado del camino, te acuerdas de aquello que ya sabes cómo es.  El desierto es aburrido. La promesa, lejana. El maná : lo mismo todos los días. Entonces, la gente se empieza a acordar del lujo que veían todos los días en aquella tierra.   Egipto era un país próspero, lleno de ciencia humana, un país donde se creaban siempre cosas nuevas agradables a la vista. Un país donde el lujo abundaba, en ropas, arquitectura, sabiduría para construir y crear, y un país donde la comida no era solo un plato que se servía con el fin de nutrir, sino una elaboración que tenía como fin agradar al paladar. Se conocía el arte de mezclar las hierbas para dar un excelente sabor. Se conocía el arte de cocinar la carne de una manera deliciosa, y se conocía el arte de la degustación, el placer de la buena vida. Desde el punto de vista de calidad, Egipto conocía las primicias. Pero Egipto  era un país sin la bendición de Dios, por cuanto eran idólatras. La bendición más grande que experimenta  Egipto empieza cuando José llega allí. Él, como integrante del pueblo de Dios es la fuente de su mayor bendición, y vaya a saber qué habría sido de Egipto si José no hubiera interpretado aquellos sueños y administrado tan bien los víveres que quedaban en los años de hambre y escasez.  Pero Egipto se olvidó de la bendición que representaba el pueblo de Israel . Así que Dios decide que es el momento de salir de allí.   

Si bien es cierto que la promesa de Dios de llevarlos a la tierra de bendición era para ellos, el problema es que no la creían. Muy en el fondo, ellos pensaban que no se la merecían esa promesa. ¿Por qué? Porque miraban su pasado. La imagen de sí mismos estaba basada en lo que habían experimentado en el pasado. No olvidemos que eran los descendientes de los hijos de Jacob. Varias generaciones después, y que no habían vivido con José. Ya habían nacido en la esclavitud, así que no conocían otra cosa. Algo similar nos pasa a nosotros . Somos descendientes de Adán después de la caída y no nos acordamos, porque no lo vimos, cómo era esa hermosa relación que Adán tenía con Dios antes de pecar. El segundo Adán, Jesucristo, vino a revelárnosla. En su vida vemos cómo debe ser esa relación con Dios. Como fue su vida, llena de victoria, de bendición y de poder, debe ser la nuestra.

Ahora bien, si Israel quería llegar rápido a la tierra de bendición debía primeramente dejar atrás la mente de esclavo. Esa era la razón por la que siguieran  dando vueltas en el desierto. El desierto continúa en nuestras vidas porque no creemos en las promesas de Dios. Solo miramos lo que se ve y no nos apoyamos en lo que Dios dice sobre nosotros, que somos nuevas criaturas, que ya estamos benditos, que Dios dará toda provisión, y que “nada nos faltará”. Al empecinarnos en hacer las cosas a nuestra manera, aún para servir a Dios, en nuestras fuerzas, continuamos en el fracaso. Cuanto más rápido entendamos que tenemos que desprendernos de nuestra antigua forma de hacer las cosas y de esforzarnos en la carne para agradar a Dios, más rápido saldremos del desierto.

Debemos comprender que ya no somos lo que éramos antes de nacer de nuevo. Ya hay dentro de nosotros una nueva vida, y esta vida está a nuestro alcance en cada momento. Desde que creímos, fuimos trasladados de la tierra de tinieblas al Reino de Su Amado Hijo. Puede que no se pueda ver ahora, con los ojos visibles, pero el cristiano nacido de nuevo  ya cambió de dimensión, de país y de destino. Ya. Hoy. Todas las promesas de la Palabra de Dios son tuyas. No una parte. No las que “te ganaste”, sino todas. Para empezar a vivir una vida bendecida el primer paso es quitarse los esfuerzos carnales para ganárnoslas. No hay nada que podamos hacer para ganar la bendición de Dios. Él ya la  ganó para nosotros. No hay méritos personales para obtener la Gracia de Dios. Todos los méritos le pertenecen al Hijo, quien los pagó  muy caro para dárnoslos gratuitamente a nosotros.  Al momento en que comprendemos que no debemos buscar gloria, sino a El, como cuando le buscamos para salvación, allí el desierto se acaba y empezamos a beber del agua de manantial, y entramos en el oasis, en la tierra que fluye leche y miel.

Egipto no nos dio nada en el pasado y ten por seguro que no nos dará nada en el presente ni en el futuro. Pero la Gracia de Dios nos da todo. Recibamos hoy la gracia de entrar en las promesas de Dios. Es tan gratis como la salvación. Está incluída en el paquete de la salvación esa gracia. Créelo. Empieza a creerlo y a permitir que Dios renueve tu mente con las promesas de lo bueno y nuevo que tiene para ti.

Oración : Padre, hoy quiero reconocer que cuando nací de nuevo recibí, además de la salvación,  la entrada gratuita a tu Gracia. No me merezco ninguna de tus promesas, ni de tus bendiciones, pero reconozco que Tú me las das todas en forma completamente GRATUITA. No necesito ganármelas. Puedo, al fin, dejar de esforzarme por agradarte en mis propias fuerzas. Sé que nada de lo que yo idee o invente será de gran ayuda para tu obra. Pero ahora me dispongo a recibir lo que Tú has provisto para mí. Así como un día recibí la salvación, ahora quiero entrar por la puerta de la gracia y salir del desierto del esfuerzo personal y carnal. Gracias, Señor. Es un alivio no tener que llevar esta carga nunca más. Entro por fe en la tierra de tus promesas y acepto salir de este desierto. En el Nombre de Jesús. Amén.    .